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HUMOR

En Buenos Aires no se puede pasar por ningún lado
Arq. Santiago Varela
Revista Humor nº 129. Junio 1984

Vez pasada venía yo caminando mansamente por una de las angostas veredas del centro de Buenos Aires, cuando de pronto, algo se interpuso en mi camino. A la salida de un restaurante, se habían detenido cuatro o cinco personas a continuar la charla de sobremesa, transformada ahora específicamente en charla sobre vereda con el consiguiente taponamiento de la misma. Intente esquivarlos bajando a la acera, pero un coche parado debajo del cartel de “Aquí Está prohibido Estacionar Siempre” me lo impidió... Pensé en retroceder pero, detrás de mi, de un camión parado debajo del cartel de “Aquí Está Prohibido Cargar, Descargar o Similares”, unos peones comenzaron a sacar cajones de escarola, tomates y melones con los cuales construyeron rápidamente una verdadera muralla ecológica.

Me sentí atrapado. Venciendo mi natural timidez pedí permiso a los integrantes del grupo que, enfrascados como estaban, no me dieron ni paso ni bola, en ese orden. Cuando noté que, por los nervios, comenzaba a transpirar, decidí sentarme en un umbral, calmarme y ver que podía hacer. Finalmente, ya que no podía pasar, ni saltar, ni esquivarlos, tomé la decisión de integrarme al grupo y a la conversación. Por lo menos no me iba a aburrir.

Ahí me enteré de que Carola, una morocha de alucinantes rulos, estaba desconsolada vaya a saber por qué pena de amores, y que los otros trataban de alentarla y ayudarla. Ya junto a ellos, me interioricé del problema, y dentro de mis limitaciones, acerqué mis pensamientos y consejos. Para hacerla corta, les diré que cuando el grupo se despidió, yo salí con Carola del brazo como si nos hubiésemos querido desde siempre.

Vos porque sos suertudo –acotó mi amigo el de las malas ondas-. A mi, la última vez que me pasó algo similar, fue en la puerta de un velatorio, y estuve dos horas dando y recibiendo pésames antes de poderme rajar.

Mi amigo, como ustedes se habrán dado cuenta, tiene especial mala suerte; pero de que esta ciudad está cada vez menos adecuada a la vida de sus habitantes, no cabe ninguna duda. Y si no vea:

Sobre sus angostas veredas se acumulan quioscos de diarios más grandes que librerías; puesto de floristas que te arman una palma ahí mismo; garitas de teléfonos públicos en las que hay que pararse sobre un banquito para poder embocar, allá arriba, el cospel y enterarse de que no funciona; tachos de Manliba; cables de 220 volts que salen de algún agujero de la pared y serpentea por toda la cuadra para terminar en algún otro misterioso agujero; cocinitas portátiles para las garrapiñadas; puestos de venta de medias, de perfumes “importados” y de 32 destornilladores y un sacacorchos por 100 palos, señoras que hacen la colecta pro-ayuda al adolescente onanista, por si esto fuera poco, terribles zanjones de Segba, ENTEL, Gas del Estado, Obras Sanitarias y anque del Ente Binacional Yaciretá Apipé. Todo en medio de una ausencia de baldosas sanas y de una multiplicidad de baches y pozos, que más que veredas parecen una pista de motocross; pero eso sí, después de un bombardeo.

Así no se puede trabajar –se quejaba un conocido, limosnero de profesión- todo el mundo, para no chocar con el prójimo o no dislocarse un tobillo, mira solamente donde pisa y nadie me da pelota...

Una mujer que llevaba en un cochecito a una criatura con casco, me confesó que para ir a la casa de la madre, que quedaba a dos cuadras, debía hacer rodeos de ocho a catorce cuadras dependiendo de las últimas informaciones del estado de las veredas, porque en las que hoy están bien, mañana está la cuadrilla con los picos.

Para colmo –continuó mientras se ajustaba los borceguíes- este asunto de las veredas rotas e intransitables me obliga a hacer tren delantero, alineación y amortiguación del cochecito cada 6.000 metros, lo cual es todo un presupuesto, -terminó, sacudiéndome el cuenta kilómetros en las narices-.

Su majestad, el automotor.

Cuando los romanos hicieron sus campamentos militares en forma de cuadrícula e inventaron, entre otras cosas, la esquina, jamás supusieron que quince siglos después los gallegos, junto con la vaca, el huevo frito y la viruela, también traerían la cuadra a cien varas el lote de 8,66 y la vuelta a la manzana.

En esos tiempos circulaban por las estrechas calles porteñas la vendedora de pastelitos, el pregonero, el aguatero, junto con caballos, mulas e ingleses bañados en aceite. En una palabra: un desastre.

Hoy también las calles siguen siendo un desastre, pero con la diferencia de que por ellas ya no circulan personas ni bestias, sino automóviles que adentro si llevan a personas y bestias. El automotor terminó invadiendo la ciudad haciendo que todo esté en función de él; y al pobre peatón, que lo proteja Ignacio Corsini.

¡Esto es un problema ideológico ¡ –escuché que me gritaba un amigo que hacía dos días que estaba acampando esperando para cruzar una avenida sin semáforo

-El auto es el monumento al individualismo egocéntrico y egoísta – dijo redundante, para continuar -Escuchame, loco, un tipo sentado ocupa 0,35 metros cuadrados y para desplazarse utiliza un mamotreto tecnológico que ocupa 10 metros cuadrados de espacio público y pesa 900 kilos, que consume petróleo en plena crisis energética, que contamina el aire en plena crisis del medio ambiente; que lo venden, no que lo valga, a un fangote de guita en plena crisis económica y que atropella y mata a las personas en un país en plena crisis demográfica. Realmente –concluyó apocalíptico-, decime si no se trata de una enorme idiotez, del tipo neurológica, en plena crisis social...

Y algo de cierto dice el colifa este. Todo está en función de los autos.

Se destrozó el Parque Chacabuco para que los coches pudieran llegar mucho más rápido a un lugar donde las normas más elementales del urbanismo indican que no deben llegar. Y no solamente no deben, sino que al centro de Buenos Aires ya no pueden, porque no caben más.

Además como hay que hacerles lugar se fabrican playas subterráneas al alcance de todos los que paguen 35 palos la hora o fracción, o playas a nivel todas forradas de ladrillos que se deberían haber usado para construir algo en ese lugar; una plaza, una casa, un puesto de choripán... y no para decorar algo que representa el despiste colectivo. Colectivo, he aquí la palabra. Porque si esta ciudad no está hecha para los coches, uno no se puede imaginar cómo entonces pueden andar los colectivos.

Muy fácil –me contestó un ciclista que circulaba por las cornisas por una cuestión de seguridad-, los coches andan por encima de los peatones y los colectivos por arriba de los coches. Elemental, dolape, elemental – terminó el hombre del velocípedo perdiéndose en una nube de smog-.

Pensando que exageraba seguí mi camino, pero al llegar a Libertador y Salguero me encontré con el preparador físico de Villa Dálmine que estaba, con camilla y todo, meta masajear a una ancianita, frotándole las varices con aceite verde.

¿Qué haces aquí? –pregunté extrañado, porque sé que él vive lejos.

No digas nada –contestó la voz-, hago changas.

¿Changas?

Si, preparo físicamente a los ancianos que tienen que cruzar Libertador en menos de 25 segundos, que es el tiempo de corte del semáforo –y dirigiéndose a la viejita-: Listo mi querida, en cuanto se ponga verde dele con todo. ¡Va abuela, vamos que usted puede!

Mientras la nona salía disparada hacia la vereda de enfrente, el profesor siguió charlando conmigo:

Estoy logrando verdaderas maravillas con los viejitos. Los masajeo y entreno todos los días. Aparte, en este deporte, o ganás y llegás o aparecés revoleado arriba de los árboles. ¡Es apasionante –decía con entusiasmo-. Mirá, si hicieran una olimpiada para gerontes yo te garantizo que los ancianos de Buenos Aires se traen las medallas en 50 metros adoquinados, una cuadra con obstáculos, salto en largo con zanja en el medio y, de taquito, corrida de liebre a fin de mes ¡–terminó totalmente enfervorizado, mientras le engrasaba los rulemanes a la muleta de un flaco enyesado!.

Pensando en este asunto de la locura de los coches fue que aparecí en una plazoleta de la Av. 9 de Julio, donde los pibes juegan al fútbol a menos de un metro de un enjambre de autos que andan arriba de los cien por hora. Pobres, pensé, pobres estos coches; en cualquier momento se ligan un pelotazo y chau pintura...

La strada pedonale.

Por si no lo sabe, la calle peatonal consiste en que áreas muy concurridas se prohíbe el paso de los vehículos para que podamos caminar nosotros. A parte de la tradicional Florida, donde usted puede chocar con quien se le dé la gana, ahora existen, en el súper-micro centro, varias calles peatonales.

Claro, cuando decimos quese prohibe el paso de los automotores debemos computar algunas excepciones tales como los camiones de transporte caudales, los coches oficiales, los particulares autorizados, los patrulleros, las furgonetas del “clearing”, los autos con chapa diplomática, del Poder Judicial o del Congreso, todos los cuales, invariablemente, circulan a la misma hora, esto es, las horas pico.

Eso no es nada –me confesaba un corredor de bolsa mientras esquivaba una moto que casi lo rebana-, el bolonqui que se arma aquí es tan grande que los camiones que llevan los billetes se suelen estacionar arriba del cordón, por lo que a nosotros, los peatones, en las calles peatonales, ¡no nos dejan ni las veredas!

Debe ser por eso que lo único que puede circular por este barrio son los cheques voladores –acotó un bancario refugiado en un zaguán.

Yo lo escuché, mire para arriba y vi tantos cables colgados de lado a lado que, le juro, no me imagino como es que los cheques no se quedan todos enredados ahí.

La ciudad para unos pocos.

Como bien me apuntaba un colega arquitecto que sorteaba un charco para entrar al Congreso de Barreras Arquitectónicas y Urbanísticas:

Es cuestión de salir a la calle para ver que las cosas que nos rodean, más que al servicio de todos están para arruinarle la vida a muchos.

Siguiendo este consejo pude observar que si usted debe andar en silla de ruedas más le valiera vivir en la Pampa, que es ancha y chata, y no aquí; porque al salir de su moderno departamento se dará cuenta de que en el ascensor apenas entra, que alcanza a apretar el botón de planta baja pero no el del piso 14 al volver, que las veredas son un calvario y los cordones un martirio, que en el edificio donde trabaja debe sortear cinco decorativos escalones y que, por la puerta del baño, directamente no pasa.

También, si quiere, puede darse cuenta de que los hospitales con sus escalinatas de reluciente y resbaladizo mármol no están hechos para los enfermos, ancianos o embarazadas, sino para los sanos, ágiles y atléticos visitadores médicos.

Tampoco se pierda de ver como, para llegar a los flamantes edificios de Catalinas Norte, donde trabajan miles de personas, si llueve se moja como un beduino, si hay viento tiene que andar con el ancla a cuestas y si hay sol se derrite como un esquimal en la Rioja.

Si anda con ganas de andar corriendo, puede ver como en las plazas, que son pocas, faltan bancos; no sea cosa de que la gente se siente, y se prohíbe pisar el césped, no sea cosa que encima usted se quede parado donde no corresponde.

Observe cómo un chico no puede echar una carta en un buzón, como le cuesta trepar al escalón de un colectivo y ya arriba asir el pasamanos, como no hay portero eléctrico que le sea fácil ni mingitorio de baño público que le venga bien.

Como decía mi amigo el arquitecto: “La ciudad no es para todos; no se incluye a los discapacitados, ni a los ancianos, ni a los niños, ni a las embarazadas, ni a las que tienen bebitos. Está preparada para todo y todos los que tengan que ver con el circuito productivo: los otros, los que no laburan, la minoría, son una molestia”.

Y uno diría que es cierto, que todo gira alrededor del negocio. Y si no, ¿cómo se explica que en los últimos años se construyeran tantos bancos y tantas pocas viviendas?

Muy sencillo –me contestó un ex integrante de los Chicago Boys que estaba jugando al tenis en un club privado-, se explica porque el negocio de los bancos te deja suficiente guita como para después irte a confinar a un country, donde no tenés ninguno de los problemas de los que vos te quejás, salame, ¡Ahí si que vale la pena vivir, mi viejo!.

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